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jueves, 23 de junio de 2011

El tiempo de la Iglesia

El tiempo de la Iglesia

La irrupción del Espíritu en Pentecostés marca un comienzo nuevo en la historia.
Con aquel conocimiento que le caracteriza, manejando las Sagradas Escrituras con maestría, Lucas dibuja, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, el comienzo de un tiempo nuevo.

En el libro del Génesis aparece que, mientras la tierra era algo informe y vacío y las tinieblas cubrían el abismo, “el soplo de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gen 1,2). Es decir, enfrente del caos, antes que nada fuese o lo que era no tuviera orden, Dios era una realidad. No vamos a plantear el tema de la interpretación literal de los textos sagrados. Ya sabemos, a día de hoy, que este bellísimo pasaje es una composición literaria que habla de quién llama a las cosas para que sean, no de cómo sucedió todo en el principio de los tiempos. Sin embargo, lo que me interesa resaltar es el paralelismo que Lucas realiza entre este relato del génesis, el nacimiento de Jesús y la irrupción del Espíritu en Pentecostés.

Ese Espíritu que aleteaba es el que va a cubrir con su sombra a María y va a propiciar la nueva Creación (Lc 1, 35). Desde aquella primera Génesis a esta segunda génesis, hay un tiempo de espera. Pero ya ha intervenido Dios de nuevo para rehacer la ruptura radical que había entre este mundo y Dios, entre la humanidad creada y perdida y esta que quiere ser recuperada a través de su Hijo.
Pues bien, como si no fuera suficiente, como si faltara algo por realizar aún, Pentecostés es un “viento impetuoso”, (Hch 2,2) nada de aleteo. La resurrección, que sucede el día primero de la semana, señalando, de nuevo, que empieza todo, parece que se asemeja a esa realidad aún informe y oscura. Como si todo no se hubiera realizado aún. Falta el toque definitivo que transforme todo en nuevo. No en vano el comienzo de la Iglesia, la explosión desde la que empieza a extenderse el mensaje de Jesús tiene su comienzo en la experiencia de Pentecostés.
Y es que los discípulos habían visto al Resucitado, sí. Se habían encontrado con Él, habían comido, o metido su mano en las mismas llagas de la pasión, ...pero aún tenían miedo. Y ese miedo desaparece sólo con la irrupción del viento impetuoso, que representa la acción trasgresora de Dios en la historia, ya definitivamente. Y ahí comienza otra historia, o recomienza la que no debió interrumpirse. Se rehace la creación.

Ese nuevo tiempo es el del hombre nuevo o, dicho de otro modo, el tiempo del Espíritu. El tiempo de la Iglesia. Y ese es el que habitamos ahora. Justo ese tiempo. Porque no hay desperdicio en los días, se llenan de nosotros, por ellos viajamos, en ellos estamos, desde ellos somos. Desplegarnos en ellos y gozarlos, es una maravillosa réplica de eternidad. Y es, justo en esta historia, donde se da un legado de Dios para el hombre, un legado antiguo y primitivo. Tanto como el hombre mismo. Se ha restaurado la confianza, el nexo íntimo de Dios con el hombre y, casi sin solución de continuidad, se le ha dicho al hombre que se convierta en co-creador. Que se convierta en reparador.
Sin embargo ¿cómo hacerlo posible? Porque, si bien, podemos decir que tenemos los pinceles para realizar el cuadro, disponemos de lienzo, e incluso de lo que queremos pintar, también lo es que tenemos graves dificultades con la técnica.

Sirvan algunos de estos elementos que propongo, para poder acometer esta tarea. No son más que apuntes, a vuelapluma, de pequeñas ideas que pueden orientar la reflexión y la acción. Son
las siguientes:

1.- La humanidad es una resultante de ese amor que se derrama sobre las cosas para dotarlas de inteligencia, de sentido, de esencia. La humanidad, que nace de ese tronco común que llamamos Adán (Hombre/humanidad, en hebreo), nace como unidad y suspira por la unidad. Esta llamada a ser Uno, a romper las corazas que nos separan, las divisiones que nos convierten en enemigos, los desniveles de posibilidades que nos hacen sospechar de los otros, nace de nuestra identidad. Somos una única realidad desde la que hemos sido llamados a ser. Pentecostés quiere restablecer el edén perdido, quiere diluir todas las rupturas en el impulso de Dios y buscar las coincidencias allí donde nacieron las sospechas. Por eso las lenguas desaparecen. De muchos pueblos distinguidos y separados, uno solo. Y unificado entorno a un sólo idioma, el de la fe en la humanidad nueva, en Jesús y su reinado de Dios entre los hombres. Buscar la unidad, construir la unidad, pedir la unidad, gozar de la unidad, ser unidad. Un reto que hemos olvidado demasiadas veces, porque queremos hacer a los demás a nuestra imagen y semejanza, o deseamos que los otros nos sirvan como si fuéramos reyezuelos, o deseamos para nosotros lo que no queremos que tengan los demás.

2.- La irrupción de esta fuerza de Dios, quiere hacer nuevas las cosas. Este viento impetuoso marca un antes y un después, por eso el Espíritu nos manda evangelizar, esto es, anunciar la Buena Nueva de Dios. Y esta noticia es una enorme alegría, aquella que le dijo el ángel a María, Dios se ha implicado en la historia y se ha hecho Dios-con-nosotros. Esa alegría, en la historia, se va desenrollando en los días. No somos profetas de desgracias, como diría el Papa bueno, Juan XXIII. Anunciamos un gozo, una sorpresa que nos invita al cambio, a la felicidad, a la plenitud. Muchas veces hemos anunciado un Dios guardián, adusto, que mira con el ceño fruncido nuestros errores y los apunta en una enorme libreta negra de fracasos y debilidades. Hemos hablado de un cristianismo luctuoso, una religión triste, una propuesta de cobardes y melindrosos. Nada que ver con el anuncio valiente del evangelio, y ese júbilo del descubrimiento hizo que a los discípulos los confundieran con borrachos. Y lo estaban, pero con el vino de la liberación.
Tampoco tenemos miedo, por eso vamos a las azoteas, a las casas, a las plazas, si hace falta, para gritar a los cuatro vientos. Porque no puede olvidársenos que nuestro mensaje no es para ser guardado, sino transmitido; no para ser disfrutado en la soledad, sino para compartirlo; no para conseguir espacios de cielo en la otra vida, sino para construir ahora el reino de felicidad para todos los hombres. Este mensaje sana, salva, libera, plenifica. Esta palabra conduce, potencia, te llena de valor y de valores...

Y un final a todo esto. La gran fiesta del Espíritu continua, porque estamos desarrollado la historia de la salvación. No podemos olvidar que, si bien ha terminado la revelación, lo que no ha concluido es ese tiempo en el que toda la creación gime con dolores como de parto hasta la plenitud de las cosas. Y ese es el tiempo de la Iglesia, de los hombres y mujeres que están construyendo, aquí y ahora, el sueño de Dios sobre su creación. Nos toca a nosotros, con la enorme carga de responsabilidad que eso conlleva, pero también con la alegría de poder participar en esa re-creación de todas las cosas.

Pedro Barranco©2011