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sábado, 23 de diciembre de 2017

Navidad


                 

                  Todas las Navidades son una propuesta de cambio. Lo digo no por el año nuevo, en el que siempre nos proponemos objetivos, planes y acciones. Me refiero al mismo centro de la fiesta.
                  Hemos querido olvidar, en algunos ambientes y con mucha determinación, cuál es el acontecimiento que reverdece cada invierno. Y no es precisamente el planetario -del solsticio de invierno y que, dicho sea de paso, a nadie interesaría como no lo son otros cambios lunares o terrestres-, el que convoca tantos buenos deseos y tanta compañía buscada.
                  La navidad es el invento cristiano por antonomasia. Es bien cierto que se superpone a otras fiestas que existían en el calendario romano. Y puede que incluso anteriores al mismo. Pero la fecha es pura anécdota. Cuando Constantino sitúa el nacimiento de Jesús ahí, busca un momento para celebrar un acontecimiento. Y lo realmente importante es este acontecimiento. La originalidad de la visión, desde el cristianismo, de cómo es el hombre, cómo es Dios y cómo son las relaciones entre estos.
                  Dios ha mudado. Y esto ya es extraño. Sale de su eternidad para hacerse en el tiempo. Quiere participar de la misma limitación con que bullimos aquí. No quiere permanecer extraño. Rareza, donde podamos encontrarla, de un Dios pequeño que busca la compañía. Para más inri, pide permiso. El que ha creado, se dirige a una adolescente para, en el colmo de la indigencia, entrar en el ámbito de lo temporal y finito.
                  Tampoco escoge grandezas, tronos o trompetas. En la noche de un día cualquiera, en un rincón del mundo, entre los vahídos de las bestias, sin más querencia que sus padres, abre de nuevo el cielo para que caiga a raudales el cariño de un Dios que no se aparta de sus criaturas.
                  Si me permiten, pienso que desde la Navidad, ya nada puede decirse de la misma manera acerca de Dios. Es una intimidad con el hombre que le devuelve su más estricta esencia. Dios se hace nosotros quiere decir que ya no hay barreras de acceso, que podemos asaltar el infinito por el puro don de un amor sin preámbulos. Que sea con nosotros hace la creación cielo, las líneas que podrían suspender las diferencias se han borrado de golpe. Puro don, pura gracia, pura gloria.
                  Por esto es cambio. Y aún así, no acaba ahí.
                  De las relaciones humanas también habla la Navidad. Es el gozo de la donación sin más. ¡Cuánto de beneficio hay en que seamos capaces de poner donde otros no lo hacen! Un egoísmo desmedido es fácilmente visible. El más sutil es aquel que cree que hace cuando esconde su mirada tacaña sobre todo lo que me falta. Ese egoísmo pequeño burgués que disculpa el bostezo y el sillón, que no dice “voy yo”, y que deja de hacer las cosas con el alegato roñoso de hacerlo más tarde. Ese egoísmo que pide y no da, que se duele de su daño y no repara en heridas, que hace dietas para no perder peso trabajando por los demás. Claro que sin hacer ruido, huyendo del escándalo que supone que la generosidad no haya puesto, que no lo haya hecho y se quede sin poner y sin hacer. Ese niño pequeño nos recuerda el beneficio que se ofrece cuando muchos no pusieron, no quisieron hacer un hueco. Nadie reparó en el Dios pequeño que pedía permiso para poner Él donde el hombre no ponía. Y en el hondón de una noche ahíta de frio.
                  ¡Claro que es cambio la Navidad! Y es lo que pide desde sus entrañas a cada persona que se acerca al misterio del hombre y de Dios. Quizás por eso suscita tanta ternura, porque nos ayuda a mirarnos con toda la grandeza regalada de quien emprende un camino señalado para llevarnos al límite. Dios se rebaja, se dona, se inclina para impulsarnos a la totalidad. Te recuerda que en el gesto sencillo de dar, se puede elevar a toda la humanidad a las puertas de su inmensa riqueza.
                  Ese movimiento envolvente del amor que trastoca todo, hace de ti y de mí seres con alas para volar sobre nuestra limitación, preparados para poner antes de que se pida, para morir de pura generosidad. Sin brillos, sin fama, sin honores.
                  En el silencio de una noche.
                 
Pedro Barranco©2017