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martes, 29 de mayo de 2007

Pentecostés 2007

Pentecostés 2007

Ya están las espigas en su sazón. Amarillean al viento los tallos y se curvan estallando de vida y abundancia. La avena grana sus dardos que cuelgan pendientes del que será bálago para las bestias y los aperos. Se curva la paja, reventona en granos de trigo, compitiendo en belleza con las amapolas derramadas en el campo sembrado.

Ya hay sudor en los hombres, y alegría, porque este año la cosecha venía prometida, y hay que apurarse en la siega. La cosecha se recibe con júbilo como un regalo de Dios, que vela y cuida de sus hijos.

Esta abundancia que se percibe en los campos sólo está visible para los que viven entregados a su labor. Los que nos aprovechamos de sus bienes, tal vez no gocemos de esta vista, ni del sobrecogimiento que significa ver fructificar la mies.

Pero está ahí para nosotros. Para todos nosotros.

La resurrección de Jesús, que se convierte en Señor de la historia, fue un derroche de grano. No se pudrió, ni cayó en tierra yerma. Sin embargo necesitaba un tiempo para que sazonara y se ofreciera como una promesa de pan y bendición. La callada tierra cobijó la promesa del fruto, y la hizo enraizar para que pudiera alimentar a los que la labraron y a los que la ignoraron. Ni espiga ni tierra preguntaron para quién fueron generosas. Ni la muerte ni la resurrección preguntaron para quién, se dieron en ese tiempo de la historia para todos. El tiempo de espera valió la pena. Descansó lo justo para que el calor resucitara la semilla. Quebró tímidamente la costra de tierra y se abrió paso. Entonces fue el milagro.

Pero el viento que seca, oportuno, meció las espigas para que pudieran estar a tiempo en la cosecha. No sólo los acontecimientos, por sí mismos, resultan significativos, a veces, para los hombres. Necesitan de un tiempo en que puedan granar, para que el fruto forme su sustancia y sea útil.

Pentecostés, la fiesta de la siega judía, abre paso al Espíritu. Ellos renovaban la Alianza del Sinaí, nosotros vencemos el miedo. Ellos recogían cosechas, nosotros repartimos semillas. La fiesta del Espíritu es una sorpresa que abunda cada año en lo indescifrable de Dios. Pensamos que ya lo tenemos todo descrito sobre Él, que podemos encerrarlo en nuestros conceptos, en nuestra sabiduría, pero se sale por los resquicios de la inteligencia para situarse de lleno en el corazón. Podemos tener la ambición de encerrar los designios del Resucitado en nuestra visión de las cosas. Pentecostés nos recuerda que el Espíritu sopla dónde quiere. El Resucitado rompe las cadenas de la muerte, el Espíritu el de las seguridades. Es como si en el centro del Mensaje de Jesús estuviera latente un ir más allá constante y dinámico.

La tensión, eso es lo que hace que crezcan siempre el hombre y la Iglesia. Ella Iglesia, a veces, hemos sentido la tentación de saber todo sobre la voluntad de Dios y sobre lo que es Él. Pero Pentecostés nos recuerda que estamos de paso hacia una mejor comprensión del Mensaje de Jesús. Y, por eso mismo, nunca será del todo, todo lo que sepamos. seguimiento de Jesús nos trae felicidad, sí. Pero tensa el interior del hombre para arrimarlo a Dios. Dentro de

Jesús aparece enfrentado, a veces con una violencia ambiental soberbia, a aquellas realidades judías que identificaban al Pueblo de la Promesa. Cada cosa que ellos vivían las entendían recibidas de parte del Dios de la Alianza. Nada era gratuito o inventado por el hombre. La Ley, y sus concreciones, estaban orientadas a que se encontraran con Dios. A nosotros se nos ha transmitido esto con grave dificultad porque el judaísmo nos coge un poco de lejos, más aún el judaísmo de aquella época.

Pero Jesús, el que ahora llamamos Mesías-Cristo-, contradijo la mayoría de las Instituciones llamadas santas. Lo hizo imbuido de una lógica divina: el hombre es el centro del amor divino, no aquellas leyes que lo imposibilitan llegar a Él. Es de suponer que Él mismo, como hombre y judío, sentiría la aguzada punta de la duda: ¿Estaría en lo cierto? Como profeta, debía indicar lo que entendía que era la voz del Espíritu: antes el hombre que la Ley.

Jesús se dejaba llevar por este Aliento divino que sostenía su misión y su persona y, por eso, transgredía lo más sublime y sagrado: la Norma dictada por Dios. Los judíos de su época lo captaron claramente y, por eso, vieron en él a alguien que podía hacerles daño. Y lo mataron. Pero el Espíritu de Dios, que lo había llevado, es el que se ha convirtió en el timón de la Iglesia. Y, ahora, nos guía el Viento. Nosotros, como Él, nos debemos dejar llevar.

Pero el Espíritu no es un Viento de rebeldía insana. Es el protagonista de la historia personal y eclesial que busca romper todas las ataduras, sobre todo aquellas que impiden que el hombre deje de ser libre y feliz; sobre todo aquellas que lo oprimen convirtiéndolo en el centro despótico de los otros; sobre todo aquellas que oprimen al hombre; o aquellas otras que olvidan el gran mensaje de misericordia hacia los otros. Hace falta mucha en el mundo. Hace falta mucha en la Iglesia. En la época de Jesús, como ahora, se necesita una gran dosis de un humilde dejarse llevar.

Azulea el cielo en Mayo. Algunas nubes terminan de llorar sobre la tierra su bendición. La cosecha está dando las boqueadas. La Promesa se cumple siempre. Los hombres debemos hacer el pan. La masa, para ser servida en la mesa, ya cocida, es fruto del regalo y del trabajo. El Espíritu ha soplado. El tiempo esta cumplido. Queda la tarea.

Pedro Barranco©2007

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