Hay tiempos en los que es necesario
explorar aquellas intenciones, que fueron el caldo de cultivo de las esperanzas
que nos impulsaron, y que deben renovarse para que no se nos pierdan del todo,
o nos perdamos nosotros en el camino.
Muchas son las batallas que
libramos a lo largo de la vida, la mayoría de ellas no nos dejan rastro
evidente, parece que no nos provocan siquiera un rasguño en la piel de nuestras
convicciones. Hay otras, en cambio, que abren heridas como puños y perduran sus
efectos traspasando todas las barreras del tiempo. Nos duelen en los cambios y
en las paradas, nos duelen siempre y nos recuerdan nuestra fragilidad.
A veces tenemos el sentimiento de
ser adelantados constantemente por personas, acontecimientos, razones, o vaya
usted a saber qué, y el resultado es que nos vemos envarados en una playa que
no conocemos como nuestra, en un paisaje extraño que nos aturde, un desasosiego
con mezcla de hastío y desesperanza que enturbia incluso ese mismo paisaje.
Otras veces ni somos nosotros, de
tanto flirtear con engañifas facilonas para no llegar al esfuerzo que se nos
requiere. Hemos contemporizado demasiado, esperado demasiado, cerrado los ojos
demasiadas veces…y ahora nos resulta doloroso percibirnos con cara de otro, con
opciones de otro.
Y entonces llega el tiempo, ese que estaba
preparado para nosotros desde toda la eternidad, en que debemos encontrarnos. Y
nos hallamos pequeños, pobres, limitados. Debemos descubrirnos en nuestra
esencia. No en la ensoñación fantástica que construimos antes de dormirnos. No
en una imagen ficticia hecha para agradar y agrandarnos. No en las respuestas
aprendidas ni sabidas. Nos llega el tiempo de la minoridad.
Escribía
el pobrecillo de Asís, Francisco, para describir esta sencillez y humildad que
nos tiene que construir como discípulos de Jesús :
"Como en la imagen de Dios o de la
Virgen santísima pintada en una tabla es honrado el Señor y la Santísima Virgen
y ningún honor se arroga la pintura, así el siervo de Dios es como una pintura
de Dios en que el mismo Dios es honrado para gloria suya. Pero el siervo de
Dios nada se debe atribuir, porque, con relación a Dios, es menos que la
pintura y la tabla. Es más: es pura nada, y a sólo Dios corresponde la gloria y
el honor…".
Porque
ser menor no es una seña de una debilidad enfermiza, sino más bien el
reconocimiento de la altura que nos separa de la perfección. Abajarse es, según
el término que utiliza San Pablo, ese esfuerzo que nos hace ser nosotros a
bocajarro, ensayado antes por un Dios volcado de pleno en la humanidad. La
minoridad, podría ser, como una vocación de autoconocimiento.
La
minoridad no es una exigencia, sino una evidencia. Porque hemos huido con mucha
prisa de nuestra realidad, que nos podría resultar demasiado obvia, demasiado
simple, demasiado real.
En
el fondo la vida, si somos capaces de discernir sobre ella, invita a un
ejercicio de realidad. Y nos puede conceder una suerte de sabiduría y sereno
control. No todos llegan a acumular esta experiencia que nos hace sabios. Hay
quien pasa por la vida y se agrian como un vino malo: amargados por los
sinsabores, los esfuerzos sin los resultados esperados, las contrariedades,
mermadas sus fuerzas cuando a corregir los errores se refiere, desconfían de
todo y de todos…yerran tropezando siempre en la misma piedra.
La
minoridad nos hace sabios, nos hace ciertos. Ser menor, es una forma de
autentificarse. Y toca ese tiempo cuando eres capaz de acumular años y sueños.
Cuando has andado ya, transitando con la ilusión de los descubridores, por
medio de una vida que se desenrollaba sin tu haber sabido más que vivir.
La
minoridad es el arte de comprenderse en un mundo complejo, pero no lo es menos
el de reconocerse como ser imperfecto e inacabado. Un empleo de la humildad
como arma de trato conmigo, que me prepara para no creerme demasiado. Y de
encuentro con el otro, para ponerme a esa altura justa que nos hace sentir en
solidaridad. Y es que es muy fácil encumbrarse en la razón que me asiste
siempre frente a la ignorancia terca de los otros. Es muy fácil
autocompadecerse cuando los otros se aferran a sus verdades, a sus aciertos…y
para demostrar que somos, tendemos la mano como un mendigo hacia nosotros
mismos, gustosos por lamernos las heridas con el regusto de nuestra pena.
Pero
eso no es la minoridad. Es un ensayo, es un trabajo, es un parón en toda regla,
que nos invita a afirmarnos en una roca que no somos nosotros. Ahí radica el
secreto de todos los hombres y mujeres santos: su firmeza se haya más allá de
ellos. Su identidad se realiza en Dios. La minoridad nos abre a un horizonte
mucho más rico, mucho más cierto. Dios es, eso basta. La contemplación de su
inmensidad, el abismarse en su grandeza, reposar en su ser, sentirse sostenido
y amado tal como uno es -sin necesidad de ocultarnos como un adán temeroso-
hace que podamos vivir en el sosiego de nuestra identidad. Y entonces nos
sentimos pequeños, como cuando nos asomamos a un cielo vertiginoso de
estrellas, porque es más lo que nos queda por comprendernos – y por comprender,
que lo que sabemos. Dios es nuestro suspiro más profundo, nuestra llamada más
cierta, nuestra carrera más segura. Y ser menor consiste en refundar nuestro
ser en la consistencia que no está en nosotros. Y fundar el mundo como una
saeta disparada hacia la eternidad. Somos un poco de felicidad en un cuenco
hecho de barro, una grandeza regalada, un impulso eterno, un débil resplandor
entre una zona oscura y un brillo sin par. Sabernos eso, nos da saber.
Todos
los que seguimos al Maestro de Nazaret, estamos citados en esta lucha. Lo que
hagamos de nosotros, y lo que hagamos nosotros, tiene que tener esa luz. Ojalá
no nos equivoquemos.
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