Y es que si todavía hay quien no se ha enterado, es que no quiere.
Y los cristianos, en general, deberíamos, al menos, saberlo. Para que no nos coja con el paso cambiado, vamos. Porque, sin lugar a dudas, hay una religión emergente, que tiene nuevos adeptos que, como todo el mundo sabe, son los más peligroso. El perfil de los neoconversos es siempre el mismo: tildan a todos de equivocados, de traidores, de ajenos a la verdad. Los neoconversos hacen cruzadas, emiten bulos, persiguen a algunos, sospechan de todos, quieren convertir a todos a la fuerza.
La nueva religión busca imponerse y, con burla o con admiración, repite los esquemas de la antigua a la que acusa de falsa y perversa. La nueva religión se viste de formas nuevas, pero es puro espejismo: airea miedos, suscita desconfianzas y asegura estar ella solita en la verdad. Es la única que puede decir una palabra cierta y verdadera, la única que da seguridad y confianza, la que sabe poner en su sitio a los descarriados, la que calla a los disidentes y la que está del lado de los que lo necesitan.
En la historia de las religiones, nadie se escapa de este análisis. Repite arquetipos que están en lo más íntimo del subconsciente colectivo. Pero las viejas religiones están curadas de esto. En términos generales, aunque alguna tenga que pasar aún por la criba del tiempo.
Pero esta nueva religión, a la que me refiero no tiene un Absoluto, un Ser transcendente al que referirse. Me refiero, claro está, a la política partidista que está marcando los derroteros españoles de los últimos tiempos. Sobre todo a la política que mana de un partido político que se convierte en dios a la medida humana: tiene sus dogmas, los demás no podemos opinar porque se nos condena al ostracismo, a las tinieblas de la inteligencia y la razón; obliga y cohibe moralmente; tiene incluso elementos de coerción de la conciencia: disciplina de voto la llaman; enciende hogueras en la plaza pública: sus periódicos, sus medios de comunicación; tiene sus sacerdotes que nos dicen qué debemos pensar y qué no: condenan, ridiculizan, dicen que lo que ellos dicen es, sólo, lo bueno; tiene sus cultos: mítines, ejecutivas de partido y slóganes; aporta cosas sagradas: banderas, distintivos y looks que, si no se siguen, marcan al adversario; y tiene, sobre todo, gente que sigue al líder de forma ciega y agnóstica: mejor no piensa, que piensen ellos por mí. Todo lo que digan es verdad, es LA verdad.
Me da miedo esta política que se convierte en el summun de la verdad. Hay una invasión del espacio sagrado con políticas de partido que olvidan lo que son: gestión de la cosa pública. Hay un deseo de dar una visión cósmica y total del universo: ella dice lo que es el mal y el bien, lo correcto y lo que no, lo que debe hacerse y cómo. Y, sencillamente, están equivocados. La conciencia libre y distinta, el espacio de decisión moral y personal no les pertenece. Los políticos no pueden, y no deben, confundir la gestión del bien público con dictaminar qué es el bien. En cambio las religiones, que existen porque los creyentes se adhieren a ellas, no lo olvidemos, tienen la potestad de sus seguidores para que les indiquen y orienten sobre lo que ellos quieren saber. Después cada quisque, en el interior de su conciencia moral, decidirá.
Y, en los países democráticos, todos pueden opinar. TODOS. Impedir, o condenar al silencio a los otros es convertirse, por ensalmo, en la nueva religión que busca ahogar la verdad. Pero, al tiempo, la verdad se abrirá paso.
1 comentario:
De este tema llevo tiempo sumido en un debate en mi blog. Es increible la doble moral con que se juzgan determinadas cosas.
Y si insistes es que eres un... de todo.
En fin, vaya presente y vaya futuro.
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